Feminicidios
Por Roberto Gómez
La violencia contra la mujer no es nueva; lamentablemente, es una herida social que atraviesa siglos y culturas. Sin embargo, en los últimos años hemos sido testigos de un repunte preocupante de feminicidios que coincide con un fenómeno particular: la democratización de las tecnologías de comunicación. Desde los años en que enviábamos minimensajes (minimense), pasando por la fiebre del beeper, hasta la consolidación de los chats y el omnipresente WhatsApp, el acceso masivo a herramientas digitales ha transformado la manera en que nos relacionamos… y, en algunos casos, ha amplificado las formas de violencia.
En la etapa inicial, cuando surgieron los minimensajes y los beepers, el contacto era breve, costoso y limitado. El control de pareja a través de estos medios era posible, pero reducido: una llamada perdida o un mensaje puntual podían ser la chispa de una discusión, pero no existía la invasión constante que hoy permiten los smartphones. La llegada de los chats, primero en computadoras y luego en teléfonos, marcó un punto de inflexión: ya no se trataba solo de comunicarse, sino de estar “conectado” todo el tiempo.
Con la expansión de WhatsApp y las redes sociales, el control digital adquirió nuevas dimensiones. La doble palomita, el “en línea”, el visto y las historias en Instagram o Facebook se convirtieron en herramientas de vigilancia para personas con tendencias posesivas o violentas. El ciclo tóxico de celos, hostigamiento y acoso, que antes requería presencia física o intermediarios, ahora se ejecuta con inmediatez y sin barreras geográficas. Este monitoreo constante alimenta conductas obsesivas que, en un contexto de desigualdad y machismo, pueden escalar hasta el feminicidio.
No podemos ignorar que las redes sociales, al democratizarse, dieron voz y visibilidad a las víctimas, pero también facilitaron a los agresores nuevas formas de acechar, manipular y violentar. Casos recientes de feminicidios en el país han tenido como antesala un patrón de acoso digital: mensajes amenazantes, revisiones compulsivas de conversaciones, exigencia de contraseñas, difamaciones en redes y persecución virtual.
La lucha contra esta tragedia requiere entender que la violencia de género en la era digital no solo ocurre en la calle o en el hogar; ahora también se libra en el teléfono que todos llevamos en el bolsillo. Es urgente fortalecer la educación digital con perspectiva de género, endurecer las penas por acoso y amenazas virtuales, y promover campañas que desnormalicen el control obsesivo disfrazado de amor.
La tecnología puede ser un puente para la libertad y el empoderamiento, pero en manos equivocadas, también se convierte en una cadena invisible que oprime y asfixia. El reto es romper esas cadenas antes de que terminen convirtiéndose en una sentencia fatal para más mujeres.